Esperaron. Y esperaron. Nadie venía. El tiempo pasó y empezaron a hablar entre sí. Al principio, con cortesía; luego, con burla; después, con desprecio. Pronto discutían a gritos sobre quién era más justo, quién vivía engañado, quién debía cargar con el peso de los demás.
Cuando uno de ellos intentó salir, harto de las discusiones, descubrió que la puerta no cedía. Giró el pomo. Nada. Golpeó con el puño. Nada. Entonces, el cristal de la puerta se iluminó y unas palabras se formaron lentamente, como si alguien las escribiera desde el otro lado:
«No saldréis de aquí hasta que lo merezcáis».